Pedagogía Ignaciana - Colegio San Ignacio
contacto@sanignacio.edu.uy
2623 5751 / 2622 8403 / 2622 8351
67cc9fbbcc7ece2fd87115ec28db0156.jpg
8ccf4e1fdaa4317b3829e99be116e11b.jpg
ce7207d70dc4e54ce699448fd4880d73.jpg

Pedagogía Ignaciana

 

La pedagogía es el camino por el que los profesores acompañan a los alumnos en su crecimiento y desarrollo. La pedagogía, arte y ciencia de enseñar, no puede reducirse simplemente a una metodología. Debe incluir una perspectiva del mundo y una visión de la persona humana ideal que se pretende formar. Esto indica el objeti­vo y el fin hacia el que se dirigen los diversos aspectos de una tradición educativa. Proporcionan también los criterios para elegir los re­cur­sos que han de usarse en el proceso de la educación. La visión del mundo y el ideal de la educación de la Com­pañía en nuestro tiempo se han expuesto en las Características de la Educa­ción de la Compañía de Jesús. La Pedagogía Igna­ciana asume esta visión del mundo y da un paso más sugiriendo modos más ex­plí­citos por los que los valores ignacianos pueden integrarse en el proceso de enseñanza y aprendizaje.

La comprensión del Paradigma Pedagógico Ignaciano debe considerar tanto el contexto del aprendizaje como el proceso más explícitamente pedagógico. Además, debería señalar los modos de fomentar la apertura al crecimiento, incluso después de que el alumno haya concluido un determinado ciclo de estu­dios. Se consideran por tanto cinco pasos: CONTEXTO, EXPERIENCIA, RE­FLEXIÓN, ACCIÓN, EVALUA­CIÓN.

El contexto:

El contexto de aprendizaje: Ignacio, antes de comenzar el acompaña­miento de alguna persona en los Ejercicios Espiritua­les, deseaba cono­cer siempre sus predisposiciones hacia la oración y hacia Dios. Y basado en este conocimiento previo, Ignacio se hacía una idea de su aptitud para comenzar la experiencia; y de si la persona podía sacar prove­cho de los Ejercicios completos o sería pre­ferible una experiencia abreviada.

De la misma manera, la atención personal y la preocupación por el indivi­duo, que es un distintivo de la educación jesuítica, requiere que el pro­fe­sor conozca cuanto sea posible y conveniente de la vida del alumno. Y como la experiencia humana, punto de partida de la pedagogía ignaciana, nunca ocurre en el vacío, debemos conocer todo lo que podamos del con­texto concreto en el que tiene lugar el enseñar y el aprender. Como profe­so­res, por consiguiente, necesitamos entender el mundo del estudiante, inclu­yendo las formas en las que la familia, amigos, compañeros, la sub­cul­tura juvenil y sus costumbres, así como las presiones sociales, la vida esco­lar, la política, la economía, la religión, los medios de comunicación, el arte, la música, y otras realidades, están impactando ese mundo y afectan al estudiante para bien o para mal.

Los profesores y los demás miembros de la comunidad educativa deberían, en consecuencia, tener en cuenta:
- El contexto real de la vida del alumno
- El contexto socio-económico, político y cultural dentro del cual se mueve un alumno.
- El ambiente institucional del colegio o centro educativo.
- Los conceptos previamente adquiridos que los alumnos traen con­sigo al comienzo del proceso de aprendizaje.

La experiencia:

La experiencia para Ignacio significaba «gustar de las cosas interna­mente». En primer lugar esto requiere conocer hechos, conceptos y prin­ci­pios. Exige que uno sea sensible a las connotaciones y matices de las pala­bras y a los acontecimientos, que analice y valore las ideas, que razone. Sólo con una exacta comprensión de lo que se está considerando se puede lle­gar a una valoración acertada de su significado. Pero la experiencia igna­ciana va más allá de la comprensión puramente intelectual. Ignacio exige que «todo el hombre», - mente, corazón y voluntad -, se implique en la experiencia educativa. Anima a utilizar tanto la experiencia, la imagi­nación y los sentimientos, como el entendimiento. Las dimensiones afec­tivas del ser humano han de quedar tan implicadas como las cogni­ti­vas, porque si el sentimiento interno no se une al conocimiento intelectual, el aprendi­zaje no moverá a una persona a la acción.

Por lo tanto, usamos el término experiencia para describir cual­quier activi­dad en la que, junto a un acercamiento cognoscitivo a la reali­dad de que se trata, el alumno percibe un sentimiento de natura­leza afectiva.

La experiencia humana puede ser directa o indirecta
- Directa: En el contexto académico la experiencia directa suele ocurrir en las rela­cio­nes interpersona­les tales como con­ver­saciones o debates, hallazgos en el laboratorio, trabajos de campo, prácticas de servicio social, actividades deportivas, u otras cosas semejantes.
- Indirecta: En los estudios la experiencia directa no es siempre posible. El aprendizaje se consigue con frecuencia a través de experiencias indirectas, leyendo o escuchando una lectura. Para implicar a los alumnos en una experiencia de aprendizaje más profunda a nivel humano, los profesores tienen el reto de estimular la imaginación de los alumnos y el uso de los sentidos de forma tal que puedan acceder más plena­mente a la realidad estudiada. Será nece­sario enriquecer el contexto histórico, las implicaciones temporales de aquello que se está estudiando, así como los factores culturales, sociales, po­lí­ticos y económicos que  en esa época hayan afectado a la vida de las gen­tes. Las simulaciones, las representaciones, el uso de materiales audiovi­suales y otras cosas semejantes pueden servir de gran ayuda.

La reflexión:

A lo largo de su vida Ignacio se dio cuenta de que él estuvo constantemente someti­do a diferentes tendencias y sugestiones, alter­nativas contradictorias casi siempre. Su mayor esfuerzo fue tratar de des­cubrir lo que le movía en cada situación: el impulso que le conducía al bien o el que le inclinaba al mal; el deseo de servir a otros o la preo­cu­pa­ción por su propia afirmación egoísta. Se convirtió en el maestro del discer­nimiento, y continúa siéndolo hoy, porque logró distinguir esa dife­ren­cia. Para Ignacio «discernir» era clarificar su motivación interna, las razo­nes que estaban detrás de sus opiniones, poner en cuestión las causas e implicaciones de lo que experimenta­ba, sopesar las posibles opciones y valo­rarlas a la luz de sus probables consecuen­cias, para lograr el objetivo pre­tendido: ser una persona libre que busca, encuentra y lleva a cabo la vo­luntad de Dios en cada situación.

En este nivel de la reflexión, la memoria, el entendimiento, la imagi­na­ción y los sentimientos se utilizan para captar el significado y el valor esen­cial de lo que se está estudiando, para descubrir su relación con otros aspectos del conocimiento y la actividad humana, y para apreciar sus implicaciones en la búsqueda continua de la verdad y la libertad. Esta REFLEXIÓN es un proceso formativo y liberador. Forma la conciencia de los alumnos (sus creencias, valores, actitudes y su misma forma de pensar) de tal manera que les impulsa a ir más allá del puro conocer y pasar a la acción.

Con el término reflexión queremos expresar la reconsideración seria y pondera­da de un determi­nado tema, experiencia, idea, propósito o reacción espontá­nea, en orden a captar su significado más profundo. Por tanto la reflexión es el proce­so por el cual se saca a la superficie el sentido de la experiencia:
- Cuando se entiende con mayor claridad la verdad que se está estu­diando.
- Cuando se descubren las causas de los sentimientos o reacciones que estoy experi­mentando al considerar algo atentamente.
- Cuando se comprenden más a fondo las implicaciones de aquello que he llegado a entender por mí mismo o con ayuda de otros.
- Cuando se logran tener convicciones personales sobre hechos, opi­nio­nes, verdades - distorsionadas o no -, y cosas semejantes.
- Cuando se logra comprender quién soy, qué me mueve y por qué, y quién debe­ría ser yo en relación a otros.

Un reto aún mayor para el profesor, en esta etapa del paradigma del apren­dizaje, es formular preguntas que amplíen la sensibilidad del alumno y le hagan considerar el punto de vista de los demás, especialmente el de los pobres.

La reflexión que estamos considerando, puede y debe extenderse donde­quiera que sea conveniente, de modo que alumnos y profesores sean capa­ces de compartir sus reflexiones y tengan así la oportunidad de crecer jun­tos.

La acción:

Para Ignacio la prueba más dura del amor es lo que uno hace, no lo que dice. «El amor se demuestra con los hechos, no con las palabras». El impulso de los Ejerci­cios Espirituales permitía precisamente al ejercitante conocer la voluntad de Dios, para llevarla a cabo libremente.

La reflexión de la pedagogía ignaciana sería un proceso truncado si ter­minase en la comprensión y en las reacciones afectivas. La reflexión igna­ciana comienza precisamente con la realidad de la experiencia y ter­mina necesariamente en esa misma realidad para actuar sobre ella. La reflexión sólo hace crecer y madurar cuando promueve la decisión y el compromiso.

El término acción se refiere aquí al crecimiento humano interior basado en la experiencia sobre la que se ha reflexionado, así como a su manifestación externa. Esto supone dos pasos:
- Las opciones interiorizadas.
- Las opciones que se manifiestan al exterior,  a hacer algo cohe­rente con sus convicciones.

La evaluación:

Todos los profesores saben que es importante eva­luar de vez en cuando el progreso académico de cada alumno. Las pregun­tas diarias, las pruebas semanales o men­suales y los exámenes finales son in­strumentos usuales de evaluación para valorar el dominio de los cono­ci­mien­­tos y de las capacidades adquiridas. Las pruebas perió­di­cas informan al profesor y al alumno sobre el progreso intelectual y detectan las lagunas que es necesario cubrir.

La pedagogía ignaciana, sin embargo, intenta lograr una formación que aunque incluye el dominio académico pretende ir más allá. En este sentido nos preocu­pamos por el desarrollo equilibrado de los alumnos como «per­so­nas para los demás». Por eso, resulta esencial la evaluación periódica del pro­greso de los estudiantes en sus actitudes, prioridades y acciones acordes con el objetivo de ser una «persona para los demás». Probablemente esta eva­luación integral no ha de ser tan frecuen­te como la académica, pero ne­ce­sita programarse perió­dicamente, por lo menos una vez por trimes­tre. Un profesor observador captará, con mucha más frecuencia, señales de madu­rez o inmadurez en las discusiones de clase, actitudes de generosidad de los alumnos como reacción a necesidades comunes, etc.

Existen muchas formas de evaluar el proceso de la madurez humana. Hay que tener en cuenta todo: la edad, el talento y el nivel de desarrollo de cada estudiante.

Este puede ser un momento privilegiado tanto para que el profesor felicite y anime al alumno por el esfuerzo hecho, como para estimular una re­flexión ulterior a la luz de los puntos negros o lagunas detectados por el pro­pio alumno. El profesor puede motivarle a realizar las oportunas recon­si­de­raciones, haciendo preguntas interesan­tes, presentando nuevas perspec­ti­vas, aportando la información necesaria y sugirien­do modos de ver las cosas desde otros puntos de vista.